martes, 23 de marzo de 2021

TEATRO CON LUIS ALFREDO. EL ACTO Y EL DISCURSO.

 



José Caballero

El hombre es un animal que necesita de las ideas para justificar su vida, para dar sentido a sus acciones, dignidad a su conducta.

Octavio Paz

Mi historia personal en el teatro es fruto de un amor púber. Y como todo amor adolescente, irreflexivo. Comencé intentando actuar sin mucho afán y menos éxito y bien pronto descubrí la atracción por esa actividad de límites difusos llamada dirección. Siempre soñé con escribir, contar alguna historia, inventar diálogos, pergeñar algunos versos; algo he conseguido en esos rumbos mas sigo insatisfecho. Siempre, como sucedáneo, como aliciente o como obstáculo, la dirección teatral se ha puesto en mi camino. Procedí a montar obra tras obra, un año sí y otro también. Así he avanzado sin descanso por el rumbo de un oficio que me ha traído toda clase de experiencias.

Recuerdo una clase de dirección en la que se discutía sobre la teoría y la práctica. Habíamos revisado los estilos de puesta en escena desde una perspectiva histórica y nos ejercitamos montando fragmentos de textos correspondientes. La culminación, después de transitar de Esquilo al realismo, consistió en plantearnos el rumbo que el teatro podría tomar en nuestras manos. Por supuesto, era un mero ejercicio de imaginación. Un compañero afirmó que lo primero debía ser formular una teoría para derivar la nueva forma teatral. Protesté. Me parecía que la teoría no podría existir sin práctica previa. Mi antagonista se apoyaba en que durante el curso habíamos acumulado reglas para hacer las cosas como debían hacerse en cada época. Yo afirmé que tales reglas eran simples observaciones sobre las constantes que el arte dramático había presentado en cada período. El profesor medió con tan buen tino que cada uno sintió que le había dado la razón. Me llevé mi idea bajo el brazo y durante mucho tiempo defendí la preeminencia de la práctica sobre la teoría sin advertir su indeleble relación dialéctica.

Ya no recuerdo cuándo oí por primera vez a Luis de Tavira afirmar que poner obras en escena no significa hacer teatro. Para mí fue como llamada a misa. Hasta ese momento me vanagloriaba de haber llevado a escena un buen número de obras, realizando todo género de montajes, ¿pero integraban un discurso teatral o eran hijos de la inercia? Ya que apenas si había hecho un alto en el camino, me impuse la tarea de ir mirando hacia lo hecho a la vez que continuaba mi ejercicio profesional. Obtuve una cadena de preguntas y unas cuantas respuestas.

Me parece innegable que lo primordial en el teatro es la acción. Sin ella carece de objeto. A través de la acción los diversos cuerpos dramáticos cobran vida y sacuden la conciencia de la audiencia y los espectadores. Sin embargo, la acción teatral es insustancial en sí misma, requiere de una reflexión sostenida para aclarar el horizonte en que se desenvuelve.

De este modo, el teatro no tiene fin en sí mismo. Las largas horas de entrenamiento, planeación, ensayo, reflexión, la escasez de comprensión, la lucha por llegar a un público (aunque sean un par de individuos como en la película de Stoppard), los abucheos y los aplausos, todo eso sólo cobra sentido cuando los participantes consiguen la entrega mutua, la comunión. Sólo así logra enaltecerse el espíritu humano.

Sólo así se consiguen el buen teatro y la buena actuación. Cuando el público presencia una obra de teatro cree o no cree. No hay discusión. Ni los argumentos del crítico más perspicaz ni la defensa del abogado más elocuente pueden producir en el individuo el convencimiento. El hombre cree en lo que ve , en lo que siente , aunque muchas veces no sea capaz de entender. Si somos capaces de vencer los obstáculos que representamos nosotros mismos, seremos capaces de transmitir nuestro mensaje a la audiencia.

En este punto es imprescindible la sinceridad. Uno no puede entregarse al público con la pretensión de ser más o menos que quien se es. Las poses frívolas o culteranas no producen sino bostezos y desconfianza.

Así, el discurso en tanto alternancia de práctica y reflexión, permite dar sentido a nuestro quehacer. Mas en este devenir conviene estar atento a evitar ciertas ideas fijas que tienen poco de creativas y a fuerza de racionales se tornan absurdas.

Hace años asistí con algunos becarios del Fonca a la exposición final de los creadores plásticos. Entre diversas piezas, algunas notables, la mayoría fáciles de olvidar, había una que se destacaba por su, digamos, cinismo. Una maceta de plástico con una flor amarilla donde se insertaba un clip del que pendía una esfera. La pieza irritó considerablemente a algunos becarios, principalmente a los dramaturgos. Alguna voz airada decía que no era posible que a ellos se les exigiera una obra acabada y se apoyara de la misma manera al “creador” (en su voz vibraban las comillas) de la maceta. Interrogado al respecto, el tutor de artes plásticas, Fernando Leal si no mal recuerdo, respondió divertido que no podía juzgarse la pieza de manera aislada, que hacía falta escuchar el discurso que le daba sustento. No hubo modo de localizar al expositor y los molestos becarios se perdieron entre la muchedumbre llevándose sus reclamos entre las patas.

Si bien las artes plásticas y visuales son campo fértil para toda suerte de extravagancias y excentricidades, el teatro no escapa a su influjo. Cada tanto tenemos explosiones de nuevas tendencias o espectáculos novedosos que curiosamente traen consigo un fuerte aparato publicitario. Las empresas que están contigo o presentes en los grandes eventos apoyan con todo su peso productos semejantes con el beneplácito de nuestras perplejas autoridades culturales que no distinguen peras de manzanas en supuesto beneficio del ideal demócrata.

No penséis que tengo algo contra la libertad de expresión. ¡Jamás! Es sólo que desconfío de modas y novedades tanto como de los dicterios de la razón.

Pensar que una obra sea artística gracias al discurso que la acompaña me parece una tomadura de pelo. Se puede construir una justificación racional para cualquier cosa. Las opiniones son extremadamente frágiles y un buen sofista puede manipularlas con maestría. Se puede predicar una cosa y hacer otra sin que el público apenas lo note y sin que los que lo notan se atrevan a decir “esta boca es mía.”

El discurso teatral puede ser objeto de reflexión y análisis, puede sintetizarse, escribirse, publicarse y difundirse, pueden llenarse cientos de páginas con memorias, anécdotas, premisas, bitácoras y conclusiones, pero nada de eso tiene validez si no se verifica en el escenario.

En este sentido vuelvo a la intuición de mi juventud: el discurso teatral es el fruto de una colectividad creativa y tiene lugar en escena. Después debemos evaluar lo realizado para extraer la enseñanza que nos permita seguir adelante. ¿Es necesaria la reflexión? Sin duda. ¿El análisis? No siempre. Cualquiera que se dedique al arte teatral, especialmente al arte de la actuación, sabe que hay momentos en que la razón es un obstáculo. Abundan ejemplos de actores a los que el exceso de prácticas analíticas lleva a interpretaciones escleróticas de los personajes. En Occidente solemos colocar la razón por encima de todas las capacidades humanas. Las consecuencias en la que llamamos nuestra civilización están a la vista. Confundimos cultura con información, inteligencia con sabiduría, verdad con realidad, y nos jactamos de nuestras afirmaciones pretendiendo grabarlas con letras de bronce en los muros de los teatros. Los que, dicho sea de paso, algún día acabarán por derrumbarse. Entonces el teatro volverá a empezar.








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